Reformados y jodidos, pero en pie.

Paz es la palabra clave de esta era. Una era, contrariamente, violenta. Tiempos marcados y manchados por la sangre de quienes en el fango, pasto o pavimento dejaron sus tumbas. Tiempos de una era que se construyó, o deformó, con la guerra como bandera de las patrias que forjan en sus ciudadanos una paz decorada con mentiras.

La paz es un estado que no conocemos y solo admiramos y deseamos de quienes también la promueven con las armas, el patriotismo y seguridad de futuros inciertos. En esta tierra, que no es mía por decisión, las campañas ya no caben y por ende, ya no florecen. Solo hay una marca que se puede intentar dejar sobre estos campos urbanos: La de renacer para volver a morir. Solo los tiempos dirán si las consignas de paz eran solo eso, consignas.

Por el contrario la guerra se convierte en una realidad palpable, comestible y por supuesto finita para quien la empuña – no para quienes la promueven – desde tiempos inmemoriales. Tal vez desde Jesús o mucho antes, sin dudar que también es el estado de gracia y júbilo a la eternidad a través de las leyes y la muerte de otros, que no nunca serán ‘sus otros’.

Una promesa – pensamos – es para cumplirse, pero está claro que no es así. Una promesa está para romperse, sino preguntémosle a la violada, ultrajada y alterada historia colombiana que vio cómo es morir y renacer y morir, de nuevo, en manos de quienes inflan sus discursos verbales con promesas de paz, o sea pases hacia la paz. Lo que no nos dicen esos vendedores por excelencia de discursos es que para llegar a ella primero debemos morir ¿A manos de quién? Ahí el gran cuestionamiento.

Imaginemos a las cebras cuando deben cruzar el río para llegar a pastar en mejores planicies que desean pero, como sabemos, aquel paraje acuático está tupido de cocodrilos hambrientos que observan cómo el manjar de carne y rayas blanquinegras llegan hasta ellos únicamente manteniendo su boca abierta para alimentarse hasta saciar sus barrigas que después expondrán al sol. En resumen: El Congreso de la República o los concejos municipales mecateándose los erarios públicos mientras que las FF.MM. atienden el llamado de un investigado expresidente para que dispongan, como consideren, a los protestantes enardecidos y más calmados, en las calles.

Contra todo pronóstico de salud y cuidados que se deben tener contra el vírus, las calles por estos días tienen dueños y son los ciudadanos que buscan sobrevivir a una pandemia al mismo tiempo que reconocen en la Reforma Tributaria un disparo al pie, un suicidio nacional o la confirmación de la muerte que llegó desde el gabinete de Hacienda de Carrasquilla y no por el Covid-19 y el lento proceso de vacunación que ya nos hace padecer las verdes y las maduras. Es decir, reconocen la urgencia de actuar frente al abuso del gobierno de Iván Duque.

La desechada paz seguirá siendo una promesa a boca llena y barriga hinchada en discursos falaces de ellos, de todos ellos. Ante una bala, una desaparición y ante cualquier expresión de violencia, súmele esta abusada expresión: Paz. Es casi, com diría Vallejo, la puta de Babilonia.

Ahora corresponde a quienes asisten a las calles el deber de cumplirla, pero sin repetir el libreto gubernamental de la violencia porque, claramente, una o varias muertes más será el triunfo de quienes tienen las armas. La Reforma debe reconsiderarse, está claro. Y la violencia detenerse, sin duda.

“Las opiniones vertidas en esta sección son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente el pensamiento ni la línea editorial de Dígame”

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