En Tibú, Norte de Santander, el agua no solo arrastró pertenencias. Se llevó cosechas, recuerdos, sueños. Pero no la esperanza. Esa quedó aferrada a las botas enlodadas de los policías que, a falta de calles y caminos, abrieron senderos de solidaridad en medio del barro y la desesperanza.
Donde el invierno no da tregua y la violencia ha dejado cicatrices que el tiempo no ha logrado borrar, patrullar se volvió un acto de amor. En lugar de patrullas motorizadas, los agentes avanzan a pie, con el uniforme empapado y el alma cargada de compromiso. Caminan por calles convertidas en ríos, cruzan zonas oscuras donde solo la linterna colgando del cuello ilumina lo que antes era un vecindario, una tienda, un hogar.
—No podíamos quedarnos en la estación viendo cómo la gente lo perdía todo —dice uno de los patrulleros, con la voz quebrada y los ojos cansados. Su jornada no tiene horario. Si llueve, patrullan. Si el agua sube, cruzan. Si alguien grita “¡auxilio!”, corren.
Ya no son solo guardianes del orden. Son rescatistas improvisados, brazos que cargan niños con fiebre, espaldas que sostienen ancianos que ya no pueden caminar, voces que tranquilizan a madres desesperadas. En una de esas rondas, bajo la lluvia que no cesa, sacaron a doña Carmen, una abuela de 70 años que se había quedado atrapada en su casa con su nieto de cinco. La llevaron en brazos, como si fuera su propia madre. Ella, entre sollozos, solo alcanzó a decir: “Dios me los mandó”. Y ellos, sin decir nada, siguieron.
En cada esquina de Tibú hay una historia así. En cada calle, un policía se ha convertido en el pilar de una familia que lo ha perdido todo. En Campo Dos, donde el río Tarra amenaza con devorarlo todo, un uniformado pasa casa por casa alertando, ayudando a levantar lo que se pueda salvar, cargando bolsas de víveres y esperanzas.
Las alertas siguen y los policías siguen firmes para cuidar lo que el agua no ha podido arrancar: la dignidad. Y es que en Tibú, donde el conflicto dejó huellas que aún sangran, hoy se libra otra guerra. No contra el hombre, sino contra el olvido, contra la soledad, contra la indiferencia. Y en esa guerra, ellos no disparan. Abrazan.
Mientras el IDEAM advierte que las lluvias no cesarán hasta junio, y los informes hablan de muertos, heridos y miles de damnificados en todo el país, en este rincón del Catatumbo hay héroes sin capa, sin aplausos, pero con el alma entera puesta al servicio de los demás.
Porque en Tibú, donde las calles y caminos desaparecieron bajo el agua, los patrulleros siguen llegando. Con el corazón en la mano, aunque la corriente intente llevárselos. Porque donde la vida se tambalea, ellos son quienes la sostienen.