Por: Alfonso Torres Duarte.
Debe el pueblo en estos días, de manera obligada, presenciar en un gigante cinema del tamaño de todo el país, una misma película que sobre las elecciones exhiben cada dos años un grupo de dos socios potentados dueños del espectáculo, y cuyo final, por lo reiterativo, es ya por todos conocido: Los romances entre los mismos caciques, entre los mismos gamonales, o en su defecto, entre sus hijos —a esto es a lo que llaman renovación generacional— y en la repartición entre ellos de las mejores parcelas del territorio nacional.
Ha ocurrido sí, algunas veces, cuando sus protagonistas han intentado salirse del libreto, o cuando surge en el celuloide algún personaje que no es del agrado de sus productores, que éstos —los productores— de manera abrupta corten con las tijeras del continuismo estas escenas del filme para que no lleguen al pueblo espectador, garantizando así el mismo final previsto. Ese fue el destino de Luís Carlos Galán.
En estos dos últimos años, apareció en el panorama político nacional un personaje joven y carismático, quien desde el comienzo le creó grandes dificultades a los dueños del espectáculo, y a quien los dueños de la función no vacilaron intentar censurar sus apariciones en el escenario.
Bernardo, ese era su nombre, no solo osó cambiar el libreto, sino que esquivando los continuos tijeretazos, logró cruzar la barrera de la pantalla y llegar hasta el público, un pueblo adormitado, que debía sentarse a ver correr la cinta con el solo deseo de que acabara pronto irse a sumergir en el mundo de sus rutinas.
Bernardo salió así de las entrañas de la pantalla y se dirigió al borde del entarimado.
Muy pocas personas se percataron del hecho. Entonces con su acento paisa y en voz alta llamó a su pueblo, sacudiéndolo de su somnolencia: ¡Despierte país, vamos a cambiar esto!, dijo.
El pueblo al escucharlo levantó la cabeza: románticas parejas interrumpieron sus besos de amor en los parques; en las aulas de las universidades su llamado se escuchó con fuerza y estudiantes y profesores suspendieron sus clases para atender su clamor; en las factorías su voz retumbó con más decibeles que los ruidos de las calderas; en las calles los buses urbanos frenaron y sus pasajeros se bajaron al oír su voz.
¡El pueblo debe ser artífice de su propia historia!, continuó diciendo.
¡Debemos entrar al campo de los sucesos y protagonizar nuestras propias vidas!
¡Hay que derrotar el continuismo y levantar con nuestro esfuerzo una sociedad justa en donde abunde la vida, la paz y la alegría!
¡Venga esa mano país!, ¡Vamos a salvar a Colombia!
Muchas gentes saltaron al estrado y se adentraron con Bernardo en las profundidades del telón de los acontecimientos, fundiéndose en una nueva vida y en una dimensión en la que sí podían moverse y actuar como sus conciencias les indicaban, la vida que durante su existencia de ciudadanos solo habían tenido la oportunidad de ver desde la platea como espectadores. ¡Qué fascinante experiencia!, manifestaron todos, hoy podían hacer aquello que como público habían creído que era lo correcto.
Empezaron así a trabajar con Bernardo, a sacudir las conciencias de los actores, a mostrarles la grandeza que significaba poder realizarse como personas libres, sin la presión de actuar cautivos tras los barrotes de un libreto.
En el palco, mientras tanto, las gentes empezaron a observar acontecimientos que no habían visto antes, aunque tal vez pudieran haber ocurrido, pero el inclemente esquileo no las había dejado salir al aire: comunidades campesinas reclamando sus tierras para labrarlas y producir los alimentos que demandaba la sociedad; obreros exigiendo garantías prestacionales para asegurarle calidad de vida a sus familias; un pueblo entero respaldando alternativas políticas en las elecciones, comprometidas con la libertad, el bienestar, la soberanía.
Fue entonces cuando vino el infortunio. Vestidos con túnicas oscuras y las cabezas cubiertas con capirotes, maestros de la censura y agentes de la muerte, fueron enviados por los gestores de la función a que desataran, tijeras en mano, una despiadada y selectiva operación de cercenamiento. Sacaron así del telón de los hechos a muchos concurrentes al gran teatro que habían optado por abandonar su actitud pasiva de espectadores para asumir un papel protagónico en el interior del espacio mismo en donde se producían los acontecimientos.
Por algunos días Bernardo los evadió protegido por el afecto de sus amigos. Pero un día, el pueblo concurrente vio pasar raudo, como un parpadeo, la imagen mutilada de Bernardo.
Sus amigos lloran hoy desesperanzados y en el aire aún retumba el eco de su oración por la paz, la vida y la alegría.