El 30 de abril de 1984 en una noche aciaga y gélida en la ciudad de Bogotá, a la altura de la avenida 127 al norte de ciudad, llegando a su residencia en el barrio Recreo de los Frailes, a las 7:30 pm, fue asesinado el ex ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla por orden del cartel de Medellín conformado por Pablo Escobar, los hermanos Ochoa, Gonzalo Rodríguez Gacha (alias el mexicano) y otro séquito de criminales que se encargaron de silenciar la voz de la justicia, de la verdad y de la lucha incesante contra el narcotráfico, delito que en aquel entonces, en los años 80 era más grave que el homicidio o cualquier otra conducta delictiva establecida en el Código Penal Colombiano.
Lara Bonilla, siendo un hombre correcto, incorruptible, actuando con veracidad y rigor contra las actuaciones corruptas de algunos de sus colegas congresistas o quienes ostentaban cargos de alta dignificación, con su característico ceño fruncido y su dedo índice acusador señalaba de manera directa y sin tapujos a los responsables que estaban implicados en actos de corrupción.
Sin embargo, poderosos hombres incursos en la política vieron al ex ministro de justicia como una amenaza para la no comisión de sus aviesos fines, entre ellos Alberto Santofimio Botero, quien fundó su movimiento apéndice del Partido Liberal -Alternativa Popular-, y quienes en su lista la conformaban personajes de dudosa reputación como Jairo Ortega, Ernesto Lucena y, por supuesto, Pablo Escobar, que por su ambición de querer ser reconocido como el «Robin Hood» colombiano, se lanzó a ese mundo complejo de la política.
En un debate denominado «debate de los dineros calientes» donde Lara Bonilla denunciaba la entrada de dineros del narcotráfico en el fútbol, en la política y hasta en la propia iglesia (aunque la iglesia sostenía que esos dineros una vez entraban a sus arcas, se purificaban y ya no era dinero mal habido. Curioso ¿no?) haría las correspondientes denuncias para destapar la olla podrida de esos dineros y sus correspondientes mal hechores fueran puestos en prisión.
No obstante, ese día de 1983, recién posesionado Lara de la cartera de Justicia, fue citado por el ex congresista Jairo Ortega, donde tuvo una intervención con propósitos dañinos para enlodar al político huilense de haber recibido un cheque por parte de un narcotraficante colombiano llamado Evaristo Porras, que según los expedientes de la policía peruana fue capturado en ese país por el delito de narcotráfico al intentar pasar droga por la frontera.
A medida que pasaban los días, Lara se defendió de las viles acusaciones de su colega, demostrando a la palestra pública, a los medios de comunicación, a sus colegas congresistas, a sus más allegados amigos que más temprano que tarde lo dejarían solo, lo traicionarían, que esa transferencia no era con el fin de aportar a la campaña política cuando se lanzó al Congreso de la República sino que fue para la compra de unas herramientas de una ferretería que tenía la familia en el Huila.
Luchó solo, vivió solo, murió solo. Una muchedumbre se hizo presente en la Catedral Primada de Colombia para despedir a un hombre que dio su vida por la patria; aunque hoy día hay quienes dan la patria para darse la gran vida.
Al hablar de Rodrigo Lara Bonilla no quiere decir que yo haya estado presente directa o indirectamente en los sucesos narrados en los párrafos precedentes, pues yo nací tres años después de que lo asesinaran; solo me he dedicado a leer libros relacionados con la vida y obra de este inmolado político que hoy día lo pongo de ejemplo para muchos quienes ostentan cargos de elección popular o que se jactan de ser los «Mesías» de la democracia y del buen proceder. Políticos como Lara Bonilla hacen falta en este país, sino fuera porque la corrupción y las balas hacen que la política sea una constante batalla entre el derecho y el buen proceder del hombre común.
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