Su nombre es José, tiene 22 años y sonríe apoyado sobre el vertical de un semáforo bajo la canícula de las tres de la tarde, mira hacia todos lados esperando que el dispositivo electrónico cambie de color. Cuando cambia a rojo, se lanza al asfalto, abre los brazos y saluda a los conductores con una sonrisa parecida a la de una luminaria en decadencia. Una mujer con cara de amargura que conduce un auto baja lentamente el vidrio y sonríe. José ha logrado el milagro, hacer sonreír a una dama al parecer insatisfecha.
Son instantes rutilantes, segundos, en su mente tiene cronometrado cuánto dura ese cambio de luces, 90 segundos para sobrevivir; la paradoja de la vida, muchos ruegan para que cambie rápido y la espera se hace interminable. Él desea que esos momentos sean eternos para ofrecer de manera solicita lo que lleva en su diestra, una pequeña bolsa repleta de dulces, algunos le toman en cuenta y le permutan por el valor de una moneda, otros lo ignoran pensando en cómo llegar pronto a su destino. Un motociclista no espera el cambio de luces y sale disparado como alma que se lleva el diablo y esquiva milagrosamente a otro que viene por la calle opuesta y ambos se recuerdan la madre.
Cuando el semáforo cambia a luz verde queda al otro lado de la calle y sonríe en señal de haber conseguido una pequeña victoria, cruza la calle rápidamente y se coloca en el otro carril y repite su libreto de 45 segundos. Hace una tregua con el tiempo, cruza la calle, se sienta a descansar sobre un pequeño pretil, toma un sorbo de agua. El semáforo sigue cambiando, verde, amarillo, rojo. Los rayos del sol hacen hervir el asfalto.
− ¿Por qué la corbata?
− Porque es elegante – responde sonriendo. Ese día vestía pantalón gris de paño, camisa blanca y corbata de color rojo intenso mal anudada a su cuello. Cambia la bolsa de dulces a su mano izquierda con los legendarios “supercoco” que está a medio acabar. El calor es infernal, a su lado permanece una mujer silenciosa quien custodia un puesto ambulante y acodada sobre una mesa sobresale una colección de termos llenos de café. Un hombre de mediana edad con zapatos relucientes se acerca y ella sabe a qué viene, levanta el termo y le sirve un café humeante, este lo intercambia por unas cuantas monedas de baja denominación, la mujer gruñe y las arroja con indiferencia dentro de pequeño tarro.
El hombre pausadamente se toma a sorbos el café, luego desenfunda una peinilla, se la pasa suavemente por su lustrosa cabellera, la sacude sobre una de sus manos y la mete en uno de los bolsillos del pantalón; cruza la calle y va a reunirse con otros hombres de su edad a charlar. A juzgar por el aspecto de todos, son pensionados. La mujer los mira en la distancia y refunfuña algo sobre la tacañería. Enciende un pequeño radio que murmura una melodía triste. Ahí permanece un buen rato escuchando la melodía y ver con indiferencia pasar los carros, pasado el tiempo se levanta de la butaca y espanta varias abejas que merodean los termos.
− Qué es lo que más recuerdas de tu país? – Sus ojos diáfanos se iluminan y luego tratan de nublarse. Da un rodeo como fiera enjaulada y coloca un pie sobre una baranda, el semáforo ha cambiado a rojo. – “lo que más recuerdo de mi país es mi infancia. Quiero volver a mi país” -, respondió – y a grandes zancadas atravesó el asfalto ubicándose al otro lado de la calle, ofreciendo nuevamente la chuspa de dulces a conductores y motociclistas. El sol ha hecho una pequeña tregua en el firmamento, el tráfico es intenso. De manera zigzagueante nuevamente cruza la calle.
− ¿Por qué recuerdas tanto tu infancia?
− ¡Porque en mi infancia había muchas cosas en la casa, recuerdo a mi padre, el cual trabajaba en un taller y llegaba todas las tardes y nos traía algo! – musita con nostalgia tirándose nuevamente al reluciente asfalto.
Caminó más de mil kilómetros en el año 2020 por la diáspora que hubo en su país. Recuerda que cumplió sus 18 años en esas infernales carreteras.
− Que recuerdas de Berlín o el páramo de la muerte? (Berlín es el páramo ubicado en la vía que va de Bucaramanga hacia Cúcuta, el cual en las noches la temperatura puede bajar hasta menos diez grados bajo cero) Hace un silencio, su rostro sonriente se torna abatido por el recuerdo. “Llegamos un grupo de caminantes a ese frio de miedo como a las cinco de la tarde, agotados y desfallecidos, varias mujeres jóvenes venían en nuestro grupo”. “Nos tocó arrinconarnos los unos a los otros debajo de un cobertizo para pasar la noche. Teníamos mucha hambre, una señora nos ofreció un vaso de agua de panela con pan, con eso recobramos fuerzas”.
Los camiones con las luces altas pasaban raudos en la soledad de la noche abriéndose paso en medio de la niebla, uno de ellos se estacionó frente al grupo de personas que acurrucadas soportaban el frío que calaba hasta los huesos. El conductor, hombre panzudo se baja y con el motor puesto en ralentí mira al grupo de somnolientos caminantes que se tapaban los ojos con el brazo por la luz que los encandelillaba. El hombre vocifera: «les doy un chance, una canoa hasta Bucaramanga, pero solo a las mujeres”, y seguido escruta con ojos lascivos a un grupo de mujeres jóvenes que se habían despertado. Dos de ellas subieron al camión con rumbo desconocido. Jamás supo de ellas. Esa historia la relata José en medio de una profunda tristeza, así como había almas caritativas como la señora que los acogió esa gélida noche, también existían personas como el canalla del camión que se aprovechaban de la necesidad de los migrantes. En días pasados se supo la escandalosa noticia sucedida en el gobierno anterior quien recibió de entidades internacionales más de 5 billones de pesos para ayuda a los migrantes, la mayoría de esos recursos se perdieron, se esfumaron como por arte de magia; es lo que se llama un pecado social, un pecado que clama al cielo.
José cruza nuevamente la calle con su bolsa de dulces, sonríe y sigue en el “rebusque”, su corbata de color rojo es ondeada por una brisa fresca que trae la tarde. Es el hombre de la corbata, y pienso con dolor y rabia en aquellos de corbata que se robaron casi todo lo que estaba destinado para ellos. Le colocó la noticia sobre ese escandaloso hecho de corrupción y sonrió de manera sombría: “tranquilo, no le dé mente a eso que todo se paga aquí en este mundo”. La mujer silenciosa de los tintos cierra su puesto ambulante parecido a una enorme maleta. Un ocaso acompañado de un trueno que ruge en la lejanía se asoma tímido por encima de grandes palmeras mecidas por el viento parecidas a dos mástiles. José alza el dedo índice señalando hacia firmamento que esta noche lloverá. Llegará exhausto a una habitación que comparte en arriendo con otra familia, y mientras llueve como en la obra de Soto Aparicio, se quitará la corbata y esperará que amanezca para colocarse otra y sonreírle a la vida y no pensar nunca más en los hijos de puta de saco y corbata que desaparecieron el dinero que estaba destinado para ellos.
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